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Cándido López: soldado y artista

En 1865 Argentina, Brasil y Uruguay se aliaron para declararle la guerra al Paraguay. Este episodio bélico se llamó “Guerra de la Triple Alianza” y finalizó en 1870.
Centenares de miles de personas perdieron la vida en los campos de batalla, entre ellas la mayor parte de la población masculina paraguaya.
Una serie de complejas manipulaciones diplomáticas, sumadas a la megalomanía del dictador paraguayo Francisco Solano López y a la vocación expansionista del Imperio del Brasil arrastraron a nuestro país a ese conflicto.
La guerra terminó cuando el dictador paraguayo fue asesinado por tropas brasileñas.
Desde el punto de vista del interés nacional, el triunfo militar no apostó ninguna ventaja para la Argentina. La guerra del Paraguay –como se la recordó popularmente- fue un episodio absurdo y fatal.
Muchos testimonios han quedado de sus sangrientas batallas; los días y las noches en los campamentos, los muertos y los heridos, las epidemias. Entre todos estos recuerdos, son las pinturas de Cándido López (1840-1902) el testimonio más rico de aquellas jornadas.
Cándido López es una de las figuras más singulares de la historia de la pintura argentina. Es un caso curioso ya que él nunca se consideró artista. Murió convencido de que había logrado documentar con sus escenas de la guerra del Paraguay ese episodio de nuestra historia que lo tuvo como protagonista y testigo, dándose por satisfecho con ese logro.
No abundan datos precisos sobre su vida. Nació el 29 de agosto de 1880 en el barrio de Montserrat, Buenos Aires. Recibió lecciones de pintura de maestros italianos que tenían sus talleres en nuestro país. Uno de ellos fue Ignacio Manzzoni, pintor amigo del presidente Mitre a quien López retrató.
La vida de Cándido López como retratista cambió el 25 de Mayo de 1865 cuando estalló la guerra del Paraguay. Como miles de voluntarios, se dirigió al frente de la guerra como oficial del batallón de San Nicolás. Pero fue el único que llevaba en su mochila carbonillas y hojas en blanco con las cuales fue testimoniando sus vivencias de la guerra.
El 22 de septiembre de 1866, en plena batalla de Curupaytí, un casco de granada le despedazó su mano derecha. Como consecuencia debieron efectuarle la amputación de su brazo para detener la gangrena. A partir de ese momento pasó a integrar el Cuerpo de inválidos hasta febrero de 1867, momento en que fue enviado de regreso a Buenos Aires.
Cándido López se vio obligado a entrenar su mano izquierda. El primer cuadro que realizó con esta fue “Rancho en que vivía el Dr. Lucio del Castillo en el campamento de Tuyutí”. Este cuadro se lo regaló a su médico y hoy se encuentra en el Museo Enrique Udaondo de Luján.
En 1872 se casó con Emilia Magallanes con quien tuvo doce hijos. En los años siguientes trabajó como puestero en las distintas estancias de la familia de su esposa en San Antonio de Areco y Baradero. En este último lugar conoció al Dr. Norberto Quirno Costa. Durante aquellos años Cándido no había dejado de pintar basándose en sus dibujos y bocetos que había realizado durante la guerra. Había realizado veintinueve óleos y el Dr. Quirno Costa es quien lo instó a exponerlos en Buenos Aires. Por ese motivo, el artista se trasladó a Morón y comenzó las gestiones para realizar la muestra.
El 19 de marzo de 1885 se inauguró la exposición de los veintinueve óleos de las escenas de la guerra del Paraguay en los salones del Club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires. Una comisión presidida por Rufino Varela fue la encargada de dictaminar sobre la conveniencia de la muestra y la importancia de sus obras. Su informe es significativo: “La comisión no pretende presentar los cuadros del Sr. López como una sobresaliente obra de arte, pero la opinión de todos los que la componen es que, además de sus buenas condiciones artísticas tienen un elevado e indisputable valor histórico”.
La exposición no tuvo demasiada repercusión pública, a pesar de que la prensa elogió la muestra.
A partir de entonces, Cándido inició una larga y fatigosa gestión para que el Estado argentino le compre sus obras. Incluso escribió una carta al Gral. Bartolomé Mitre para buscar su aval en cuanto a la veracidad histórica de sus pinturas.
El 22 de septiembre de 1887 se autorizó al Poder Ejecutivo a pagar la suma de once mil pesos por la compra de los veintinueve óleos expuestos en 1885 en el Club Gimnasia y Esgrima. Así Cándido López había ganado su última batalla.
El 31 de diciembre de 1902 murió. Muchos lo llamaron desde entonces “el manco de Curupaytí”.

En los años posteriores a la exposición de 1885, Cándido López siguió pintando más escenas de la guerra. En total pintó cincuenta y ocho cuadros con esta temática.
Su afán documental fue tal que sus pinturas están identificadas en todos los casos, al referirse a hechos y momentos particulares de la guerra. Sus títulos tienen lugar, día y tratan de dar precisión a aquello que narran.
En sus obras predomina la visión aérea a fin de obtener una mayor profundidad de la perspectiva. Dijo Samuel Oliver: “tenía la maravillosa facultad de ver numerosas escenas al mismo tiempo, como si fuera un ángel custodio poseedor de una visión de gran angular, en vez de la pobre y limitada visión humana de treinta grados”.
Ese particular punto de vista de las cosas y el encuadre fotográfico de las escenas, le dan a sus pinturas características muy particulares.
En sus cuadros incorporó todo lo que vio, y vio mucho. Nada escapó al campo visual de sus observaciones. Reconstruyó las escenas hasta con los detalles más insignificantes.

Se ha dicho que el verdadero artista es aquel que tiene la capacidad de mantener intacta la emoción original, para revivirla después, cualquiera sea el lapso que la distancia temporal tenga, y recrearla con la misma intensidad.
Dicen que una vez alguien visitó el atelier y al ver una de sus obras le dijo: “Si usted tuviera las dos manos sería uno de los más grandes artistas del mundo”. A estas palabras Cándido López contestó: “Prefiero ser el manco de Curupaytí”.
Cándido López no quiso ser artista, pero lo fue, a pesar de sí mismo…

Ma. Helena Menini
Lic. En Gestión e Historia de las Artes

Museos para ver obras de Cándido López:

-Museo Histórico Nacional (si es que el nuevo director las tiene en su exposición permanente, de lo contrario se encuentran en los sótanos del museo)
-Museo Nacional de Bellas Artes
-Complejo Museográfico Enrique Udaondo, Luján.

Bibliografía:

-“Cándido López”, Ediciones Banco Velox, Buenos Aires, 1998.
-“Pintura Argentina. Cándido López”, Ediciones Banco Velox, Buenos Aires, 2001
– Fermín Fèvre. “Cándido López”, Editorial El Ateneo; San Pablo, Brasil, 2000.

Joseph Mallord William Turner  (Londres, Inglaterra, 1775 – Chelsea, Inglaterra, 1851) Juliet and her Nurse (Julieta y su aya), 1836 Óleo sobre tela, 88 x 121 cm

Joseph Mallord William Turner (Londres, Inglaterra, 1775 – Chelsea, Inglaterra, 1851) Juliet and her Nurse (Julieta y su aya), 1836 Óleo sobre tela, 88 x 121 cm

Adquirida por Fortabat en la década del 80, “Julieta y su niñera” de William Turner, por entonces la obra más cara del mundo, se encuentra actualmente exhibida en el Museo Fortabat en Buenos Aires.

Fuente: Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat

En Juliet and her Nurse, Joseph Mallord William Turner presenta una imagen de la piazza central y la zona oeste de Venecia vista desde las alturas del extremo oeste del Procuratie Nuove, lindante con los techos del Hotel Europa, donde se alojaba. En el centro se encuentran el Campanile y la Basílica de San Marco, con la extraña blancura casi fantasmal de las cúpulas acentuada por los ladrillos rojos de la torre. A la derecha está el distintivo plano superior del Palazzo Ducale, que en la representación de Turner aparece un tanto comprimido. El edificio a la derecha con cúpula atenuada es la Zezza, o La Casa de la Moneda. Justo arriba, con dos pinceladas, Turner describe las famosas columnas del León de San Marco y San Teodoro, erguidos en la Piazzetta. Desde ahí se extiende en la distancia el pavimiento de la Riva degli Schiavoni, bordeada por numerosos barcos. A la derecha, los fuegos artificiales estallan en el aire por encima de las naves más importantes amarradas en el puerto, al lado de la iglesia San Giorgio Maggiore, de Palladio. En la plaza misma, una muchedumbre festeja el Carnaval, con su atención dividida entre los músicos, los espectáculos de títeres y los estallidos, tal vez más de luz que de fuegos artificiales, al lado del café de Florian.
Ésta es una escena nocturna en la que el fuego irrumpe en la oscuridad, cautivando a los espectadores. Varios expertos suponen que Turner empleaba estos dispositivos a fin de explotar la conocida comparación entre la gloria de Venecia en el pasado, regida por la ley austríaca, y la Londres de su época.
El título del cuadro invoca la obra Romeo y Julieta de Shakespeare, y cabe suponer que la Piazza festiva remplaza al baile de los Capuleto. Un joven John Ruskin (1819-1900), quien más adelante llegaría a ser un escritor muy influyente en el tema del arte y la sociedad en el mundo, se encontraba entre quienes asumieron el desafío de defender la iconografía de Turner, incluyendo las incongruencias topográficas en su representación de Venecia. Finalmente, no hace falta que el cuadro tenga apologistas, ya que, entre las obras de la segunda mitad de la producción de Turner, es una de las telas más evocativas, con un clima fascinante: la contundente combinación de una perspectiva dinámica con estallidos puntuales de luz se manifiesta claramente.

Comments: National Gallery of Art

In Juliet and Her Nurse (1836, Amalia Lacroze de Fortabat), Turner depicted Juliet as Romeo described her: radiant and gently resting her cheek upon her hand. Turner, however, was criticized for placing the scene in Venice rather than in Verona, where the play Romeo and Juliet is set, and for adding rockets and lamplights.

Links: Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat

Por Carlos Rehermann

Torres García

Fuente: Museo Torres García

En Uruguay se considera casi unánimemente que Joaquín Torres García ha sido el máximo artista de todos los tiempos. Cualquier visitante del museo montevideano que lleva su nombre puede comprar copias de su «compás áureo», especie de fetiche que simboliza el canon que rigió, si no su obra, al menos sus ideas. El nombre que escogió para su corpus tiene la aspiración de trascender culturas: universalismo constructivo. A medias entre la mística y la ergonomía, numerosos sistemas modulares se difundieron a partir de las vanguardias de principios del siglo XX.

La herencia de Torres, y la influencia de otros maestros de discurso filoso y gesto decidido, ha convencido a muchas personas de que la sección áurea es una especie de valor natural, universal, dador automático de armonía.
La intención de Torres era revolucionaria en un sentido tan artístico como político. Partiendo de la imposibilidad de escapar de la historia, Torres planteaba ejercitar los principios heredados. Su gesto gráfico de invertir el mapa colocando el sur arriba se unió con su intención de promover un ismo desde el sur con vocación conquistadora (universalista): una contraofensiva que empleaba las mismas armas que antes nos habían vencido, como el guerrillero que se apodera de los fusiles de los soldados.

Pero esa conciencia de una militancia que intenta conquistar el mundo se ha desvirtuado por causa de una pobre lectura que se insiste en continuar difundiendo. Se invierten los términos: Torres vale, según esas tristes opiniones, porque usaba la sección áurea (en cambio, lo cierto es que la sección áurea sirve porque la usaba Torres).

No hace mucho, un entusiasta docente a cargo de un taller de artes visuales organizado por la Intendencia Municipal de Montevideo decía que la validez natural y universal de la sección áurea explica la importancia de Torres. Ponía ejemplos de arquitectura griega, donde ciertas proporciones siguen esa razón matemática, y hablaba de que en la naturaleza se encuentra frecuentemente esa proporción.
Llegó incluso a decir que los jardines secos japoneses inspirados por el budismo zen, que representan un mar con gravilla y las islas japonesas con masas de piedras, están organizados según la sección áurea. Una impecable ignorancia al servicio de una tesis nefasta. Ni los griegos, ni los japoneses, ni la naturaleza sintieron nunca el menor interés por la sección áurea, salvo excepciones que se pueden contar con los dedos de una mano.

Errores semejantes tienen un sentido (aunque escape a la percepción del que los comete): intentan legitimar una acción artística mediante secretos universalmente verdaderos. Desaparecen las diferencias culturales: el arte no es una cuestión del aquí y el ahora, sino una adecuación a unas matemáticas superiores, inmanentes. Hegel no lo diría mejor: «el arte es la representación del ideal».

¿No podríamos aceptar un poco de inseguridad? El arte es esto que hago: tómalo o no, pero no me pidas que te lo explique mediante las matemáticas u otras exosofías. Según esa concepción, el arte no construye su propia historia, sino que es una especie de afección, un plegarse a determinados ideales o valores eternos. Es una visión que parte de la aceptación de una jerarquía basada en un saber y no en un hacer. Y nuestro lugar, país periférico y pequeño, débil y simpático, no nos puede permitir el acceso a ese saber. Se trata de una visión conservadora, que insiste en dejarnos a la cola de lo que otros comienzan y promueven.

Links de interés:

Museo Torres García /   Museo Nacional de Artes Visuales (Uruguay)